Mariana
La mañana, apenas tibia.
La calle, tumultuosa. Los rostros, extraviados de preocupaciones. Los árboles,
altos, quietos. Los edificios, asfixiantes. Y yo, queriendo apagar fuego con
fuego, desilusión con fantasía. En esta vida única, para después morir
eternamente, sin memoria.
Le hablé al celular.
-Me dijiste al 900 y no hay.
Ella se rió, su voz sonó dulce.
-Al 922.
-Ahora lo veo, ya tocó el timbre.
La habitación, pequeña.
La cama doble era baja y las sabanas, no eran coloridas. Me hizo esperar unos
minutos y cuando ingresó todo tomo color, forma, aromas. Su expresión hizo que
las paredes no existieran.
-¿Estas bien?, ¿Cómodo?
No le contesté, sólo la
abrasé. Ella se entregó. Mis labios fueron a su cuello. Ella rió suavemente.
Nos miramos y nos besamos las mejillas. Nuevamente me abrigue a su cuello
fresco, perfumado. Esta vez gimió en un hermoso gesto. Luego nos alejamos, sin
soltarnos, sólo para mirarnos desde lejos. Ahora la aproximé, nuevamente a mi
cuerpo. Desafiante acercó sus pechos a mi figura.
Su sonrisa me terminó de
comprar. Por sobre su blusa, solo me quedó acariciarlos, primero con una mano,
luego los acaricié con las
dos, ella no dejo de soltar mi cintura.
Vestía una blusa color
azul y unos pantalones color negro, sus calzados eran sandalias delgadas. Sus
cabellos estaban recogidos, largos y cuidados.
Contradictoriamente,
ahora estoy más viejo que hace unos minutos y estoy más fuerte, más feliz. Me
dejo llevar por el presente, que me rodea como si fuera gelatina, detenida,
perenne y adaptable a mí gusto.
Por bajo su blusa vi
ingresar su mano, en la parte de su espalda y en pocos segundos sus corpiños
cayeron al suelo. Luego se dio vuelta y levantó sus brazos. El dejarme
desnudarla era un premio que no esperaba. Comencé, lentamente a subir su blusa
y a la altura de sus cabellos se enredaron por un instante. No se dio vuelta
rápidamente, por lo que aproveche a acariciar su espalda para luego llevar mis
manos a su frente, de piel torneada y suave. Luego las baje a su cintura, y
todavía de espalda, seguimos el juego del ensueño, dónde yo trate de adivinar
dónde estaba la presilla de su pantalón. Después de desabrocharlo se dio vuelta
y me mostró su juventud. Me sacó la camisa y yo comencé a bajar sus prendas,
cuidando de sacar sus sandalias. Ella me ayudó a mis nervios. Luego, de mi
camisa siguió mi jean y me senté sobre la cama para sacar mis zapatillas.
Ingresamos a la cama
mirándonos, sonrientes. Cómplices de algo mágico.
La vida, nuevamente,
me dio más de lo que le pedía y ¡por menos lloré y me revelé! ¿Elegido? Golpeé
para que una puerta se abra y
se abrió la de al lado. La miré con dudas, e ingresé a buscar ¡Que!, ¿Revancha?
¿Fortaleza? ¿Confianza? o sólo era el principio de una despedida forzada,
aunque pensada.
Me puse de espaladas
esperándola. Me acercó un pecho y cuando mi boca se habría me lo retiró. A éste
juego lo hizo en varias oportunidades.
-¡Guacha, no me hagas esperar!,
refunfuñé en voz baja.
Su atrevida apariencia llenaba
el ambiente. Luego se quedó quieta y pude saborear su piel, abiertamente.
El tiempo fluyó, ora
lentamente, ora rápidamente.
Mientras que
ella, seductora y voluble, cabalgaba, nos dimos espacio para conversar.
Hablamos de afinidad.
En un exceso,
sacudí mi cabeza contra la
pared.
-¡Ten cuidado! Me dijo.
¡Como si yo tuviera la
culpa! Nos reímos.
-¿Querés otra posición?
-Estoy tan cómodo.
-¿Querés que me ponga en cuatro?
No le contesté y ella se
hecho hacia atrás, flexible, elástica y apenas pudorosa, mostrándome sus senos, tal
montañas, en todo su esplendor.
-¿No te gusta?, dijo escondiendo su
rostro. Su voz sonó entre quejosa y avergonzada.
La inocencia de las personas se muestra
máxima cuando la desnudez es absoluta, es compinche, es elixir que tapa una
vieja herida que sangra y sangra y los dos sabemos y nada decimos, y los dos
sabemos y… nada… decimos, nada…
de nada. Solo nos cuidamos, más con la mirada, que con el cuerpo.
La nueva posición me
llevó al éxtasis, por el perfil de su rostro comprendí que ella estaba
abstraída a las sensaciones, también.
Ya no había palabras y
tampoco había arrebato, solamente cíclica y rítmica cadencia.
Alguien golpeó la
puerta.
-No, gracias,… ya… va. Dijo
balbuceante, después de dejar pasar unos segundos. Apuré la marcha, el reinado
se estaba yendo. En el huerto de la intimidad, un aromático chaparrón, surgente
y nítido, volcó el alma y todo en un instante.
Enseguida, al salir,
comprendí que había sido una experiencia larga, como pocas. Necesaria e
inaplazable.
Afuera, nadie sabía que
habían puesto anestesia a mi auto-cura, caminé desafiante, confiado, seguro,
sin rencores.
La mañana, se mostraba
cálida. La calle, apacible. Los rostros, amigables. Los árboles, no tan inalcanzables,
se mecían a la brisa. Verdes, vivos. Los edificios, provocadores. Y yo…, habiendo intentado apagar fuego con
fuego.
héctor Daniel Paz
Argentina
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